Leyenda del Zaratí
La princesa está hoy más bella que nunca y está alegre y feliz. Su pecho ha sentido las primeras llamadas del amor. Sus negrísimos ojos se han llenado de ardor y una luz nueva ilumina el profundo misterio de su dulce mirar. Recónditamente sus entrañas vibran y su alma suspira y sueña y se agita por el fuego sublime. Es amor lo que siente la bella indiecita. Tiene ya quince años y es precoz y ardiente como todas las hembras de su raza. Apenas sus senos han comenzado a llenarse, (a redondearse un poco el cono moreno y pequeñito y a tomar también forma el pezón) y ya empieza a sentir extrañas inquietudes. Sus caderas van haciéndose amplias y prominente su pecho; y el vientre comienza a ponerse tenso y terso y un vello muy fino cubre el vértice de su triángulo inferior. La princesa india se mira en el claro espejo del río que pasa bien cerca de su aldea nativa. Se suelta el largo cabello azabache que el viento agita como una bandera. Se mira en el fondo del charco y se toca: el pelo, el rostro, los senos, pequeños y erectos; retuerce un poco su elástico cuerpo; admira sus flancos, sus gráciles muslos y piernas... y ríe satisfecha. Está linda. Luego, piensa en el joven que la hace sentir y pensar cosas nuevas y extrañas, el joven indio, aguerrido y valiente, cazador y guerrero, que la anda requebrando de amores desde hace días. Piensa en él y suspira. Con las manos aprieta los vírgenes senos y, riendo, se lanza a las ondas del río.
Zara, la moza más bella y admirada de aquella comarca, es la hija del cacique Nomé, señor el más rico y poderoso de la región, que la ama entrañablemente. Zara acostumbraba venir a bañarse al río, acompañada de sus doncellas que se quedan a prudente distancia. Nada un rato y luego se sienta en la orilla, a mirar y a soñar, mientras murmurante corre el río en su empeño eterno de llegar quién sabe a dónde. Hoy sus ojos buscan en la distancia, río arriba, algo concreto. Hoy va a venir Chigoré, el indio que ella ama, bogando en su balsa, río abajo, porque ella le ha prometido ir con él, más abajo aún, hasta las Angosturas, en donde se harán los dos el juramento de eterno amor. Al fin aparece el indio; llega y los dos se van en la balsa, ligera y frágil, hasta llegar a las Angosturas. En un remanso que hay antes de llegar al sitio en que el agua se encajona entre las piedras milenarias, amarran la balsa y Chigoré salta el primero a la orilla para ayudar después a la hermosa doncella a hacer lo mismo. Están a la sombra de árboles gigantes, centenarios, frondosos. Se tienden sobre el arenal y se dicen tiernas palabras. El indio aprisiona con sus fuertes brazos el cuerpo flexible y dócil; besa, casi muerde, la boca fresca y roja; desflora los senos con labios violentos; y los dos se abrazan y se aprietan con frenesí. Después se han ido, entrelazados los cuerpos, con los brazos echados alrededor de la cintura, andando por la orilla derecha del río hasta llegar a la angostura que se inicia con la caída del agua en uno como pozo redondo y profundo, cavado en la laja viva por el chorro de agua, a través de los siglos; han cruzado el río por allí, sobre troncos de árboles, atravesados, y han comenzado a subir, por un rodeo, a una como inmensa pared de granito, del otro lado del río. Desde lo más alto de este inmenso muro que se extiende en línea quebrada, río abajo, por un gran trecho, pueden contemplar un panorama imponente: enfrente, un paredón paralelo a éste y casi tan alto, de rocas inmensas socavadas por el agua a través de milenios; abajo un lecho rocoso, amplio, en donde las aguas han cavado aun más el cañón, formando algo así como una cueva angosta y profunda por donde corre el río normalmente, a veces torrentoso y rápido, a veces apacible y remansado. Más allá está el valle abierto y, finalmente, la línea azulosa de las montañas. Allí en lo más alto del paredón, llenos los ojos del panorama hermoso e imponente y las almas y los cuerpos de los sentimientos y los instintos del amor, se hicieron, ante los cielos distantes, ante el radiante sol y ante el Gran Espíritu, la solemne promesa de quererse y de ser el uno para el otro. Allí, en su lenguaje rudo y primitivo, invocaron la bendición de Dios para su amor puro y salvaje. Después acordaron hablar con Nomé, padre de la princesa, para arreglar la fecha de la celebración de la boda, cosa que daban por segura, dados la condición y el rango de Chigoré que era también un cacique muy apreciado en la región y aliado de Nomé. El regreso en la balsa, río arriba, fue lento, no tanto porque la corriente impidiera que la balsa fuera rápidamente (pues Chigoré tenía fuertes brazos y buenas palancas para impulsarla) sino porque en cada remanso, en cada bello paraje a donde hubiera lirios o flores silvestres, se detenían un rato para volver a decirse dulces palabras y a hacerse tiernas caricias. Cuando llegaron al sitio de donde habían salido horas antes, las doncellas de Zara estaban ansiosas, desesperadas por la tardanza. Así es que tan pronto llegó Zara partieron rápidamente hacia el pueblo cercano, cavilando sobre qué hubiera podido pasar para que Nomé no hubiera enviado criados u ordenanzas a buscarlas. Mientras tanto, Chigoré seguía ascendiendo el río en su balsa, cantando alegremente a la vida y al amor, al río y a la luna, cuya blanca luz se colaba por entre el follaje para llegarse hasta las ondas en formas caprichosas; siempre con la divina imagen de Zara en la mente y en el corazón y sintiendo vivo todavía en la boca el sabor de sus labios y en las retinas el fugor de sus ojos rasgados, negros y brillantes. Ni siquiera el más leve asomo de un presentimiento de tragedia ensombreció esas horas de felicidad de Chigoré que, siempre alegre y cantando, llegó al fin a su casa, pasada la media noche.
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Lo que encontraron Zara y sus doncellas al llegar a la aldea no es para ser descrito: era el caos. Oyó Zara ayes y gritos de seres humanos y aullidos de unas fieras desconocidas que mordían de modo inmisericorde a sus hermanos de raza, los indios. Vió filas de indios cautivos y unos hombres blancos y fieros, con extraños vestidos y produciendo relámpagos y truenos con unos instrumentos de muerte. Algunos de esos seres sobrenaturales corrían como flechas sobre unos animales monstruosos. Muchos ranchos ardían. Las indias lloraban desoladas, recostadas a las cercas, coma animalitos asustados; y las más jóvenes y hermosas eran arrastradas por aquellos extraños hombres hacia las sombras de los bohíos que quedaban en pie o las de los montes cercanos. Escondida detrás del tronco de un árbol, sin hacer el más leve movimiento y conteniendo la respiración, contempló horrorizada aquel cuadro dantesco y, llena de dolor y de pena, adivinó la tragedia: “unos seres extraños habían conquistado su pueblo. Su padre estaría muerto o prisionero. Y ahora que estaban sojuzgados los hombres de su raza, los conquistadores se dedicaban al pillaje y al rapto de doncellas”. Ella había oído día antes una historia similar de lo que había pasado a otras tribus vencidas, más hacia el este y el norte, en Panamá y en Chame; había oído decir que aquellos hombres blancos no respetaban ni a las princesas, a las que también arrebataban de sus hogares para hacerlas sus mujeres. En eso algunos hombres blancos descubrieron, al fin, a sus doncellas que estaban también ocultas entre la maleta; y con ojos asustados y el corazón hecho un nudo en la garganta, vió cómo, una por una, fueron sus amiguitas derribadas, vencidas, ultrajadas. Pensó en Chigoré, el noble indio dueño de su amor; pensó en el juramento que acababan de hacerse y sintió una dulce tristeza honda; volvió a mirar el cuadro que se presentaba a su vista y toda la cólera de su raza vencida se rebeló en ella y, sintiéndose impotente para la venganza sólo pensó ya en la muerte, en el suicidio. Veloz como un venado, silenciosa como un jaguar, emprendió la fuga sin hacer ruido por entre el monte, río abajo, hacia las angosturas. Corrió y corrió sin parar y sin disminuir la velocidad hasta que llegó al paraje paradisíaco en donde aquella tarde se había rendido amorosamente al indio Chigoré. Estuvo allí un momento tendida en el mismo sitio que había ocupado en la tarde. Se veía entre el ramaje la luna blanca y suave como una caricia y el cielo como un palio azul y lejano. Venían rumores del río y de los montes, en alas de la brisa, y gratos perfumes de flores silvestres. Pensó en su padre, en Chigoré, en la posibilidad de su deshonor; y lloró amargamente. Luego, se levantó decidida. Lentamente caminó hacia el cañón del río, ascendió poco a poco por una vereda hasta lo más alto del barranco, en donde había hecho aquella tarde su juramento solemne de amor; fue hasta la orilla misma del precipicio y miró hacia abajo. La pared vertical de granito parecía más negra, a la luz de la luna. “Pero allí el lecho del río estaba muy lejos de la base del paredón. De arrojarse desde allí, caería en la roca allá abajo, pero lejos del centro por donde el río pasaba como una negra serpiente con escamas de plata”. Caminó un rato por el filo del barranco hasta encontrar un sitio donde la pared, cortada a pico, cayera casi directamente al lecho del río. Allí se detuvo. Miró al cielo, invocó al Gran Espíritu, miró a su alrededor para llevarse la imagen de aquellos agrestes lugares que amaba tanto; pensó en su padre, al que bendijo desde el fondo de su alma; y dedicó luego su último pensamiento al apuesto mancebo que amaba, a Chigoré, su primero y único amor, cuyo nombre pronunció en el instante mismo en que se precipitaba al abismo.
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Dicen que, buscando por todas partes, todas las gentes del pueblo de Nomé y de la comarca vecina, encabezados por su cacique y por el inconsolable Chigoré, al fin encontraron, al día siguiente, ya por la tarde, el cuerpo desangrado de la princesa en un recodo del río, un poco más abajo del sitio a donde ella se había arrojado la noche anterior; dicen también que el pueblo le dio al río, en recuerdo de su princesa, el nombre de Zaratí o río de Zara; y que nunca hubo en la aldea zaratina un duelo mayor ni un entierro más solemne que el de la bella princesa mártir; y que jamás ojos humanos han contemplado un dolor más sincero, una pena más honda, una tristeza más legítima que la del angustiado padre y vencido cacique Nomé, hasta el punto que la leyenda popular atribuye el nombre de la actual capital coclesana al hecho de que, conmovidos hasta la médula tanto los conquistados como los conquistadores, por la pena y el duelo del jefe indio, al referirse a la aldea zaratina, decían siempre: aquí Penó Nomé. De la suerte de Chigoré poco se sabe. Unos dicen que abatido por el dolor de la muerte de Zara, siguió su ejemplo y se arrojó también al abismo en las Angosturas. Otros dicen que murió peleando en un intento de rebelión contra los conquistadores. De todas maneras, nos ha quedado el nombre de Zaratí, un bello nombre para un bello río; y una bella leyenda sobre la epopeya de amor y de sangre que fue la conquista de esta América Virgen por España, y que hoy, que gozamos de independencia y libertad y de todas las ventajas de la civilización, adquiere un sabor de vino añejo, muy diferente del amargo sabor que debió tener para los que vivieron la tragedia.
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